Pepita Bernat, 106 años: “Me casé con mi marido por prejuicios y me equivoqué, pero a los 73 conocí a Carlos, y me enseñó el amor verdadero, con él descubrí la intimidad que no conocía”
Longevity
La centenaria barcelonesa, empresaria y bailarina incansable en la sala La Paloma (Barcelona), reivindica la libertad, la rebeldía y el movimiento como claves para llegar a los 100
La vida a sus 106 años: ¿con qué se queda Pepita Bernat a su edad?.
Cada domingo, en La Paloma (sala de baile mítica de Barcelona, la más antigua de Europa, reabierta en 2024), una figura menuda y elegante se levanta de su palco y conquista la pista con un bolero o un vals. Es Pepita Bernat, de 106 años, que desafía al tiempo con la misma determinación con la que un día montó un chiringuito en Cubelles, abrió peluquerías en la capital catalana o se fugó a Suiza estando casada.
Nacida en Barbens (Lleida) en 1919 y criada en la Rambla de Barcelona, Pepita se define como “rebelde y libre”. Nunca ha pedido permiso, ni para pintarse cuando estaba prohibido, ni para emprender cuando las mujeres no tenían derecho, ni para ser dueñas de un negocio, ni para enamorarse a los 73 de un poeta quince años más joven. Su vida es una lección de rebeldía refinada, de libertad construida con determinación y de verdades absolutas: el rencor mata, la alegría alarga la vida y bailar cura lo que ninguna pastilla puede.
La vida a sus 106 años: ¿con qué se queda Pepita Bernat a su edad?
Pepita, ¿qué es lo primero que piensa al despertar cada mañana a sus 106 años?
Doy gracias y sonrío. Si sonríes al empezar el día, ya tienes mucho ganado. Cada día para mí es una sorpresa, aunque sea pequeña. A veces es una llamada, a veces una visita, o simplemente que el sol entra por la ventana de otra manera. No necesito grandes emociones para sentirme viva.
¿Cómo se ve usted hoy cuando se mira al espejo?
Nunca he dejado de sentirme resultona (ríe). La edad es un número, nada más. Yo me sigo arreglando, pintando y me pongo guapa cada día. Siempre he sido así. De jovencita me gustaba maquillarme cuando casi nadie lo hacía.
Nunca he dejado de sentirme resultona, me sigo arreglando y me pongo guapa cada día; de jovencita me gustaba maquillarme cuando casi nadie lo hacía
Dice que desde los 15 años va a La Paloma. ¿Qué siente cuando está allí y suena la música?
Que rejuvenezco. Un bolero o un vals me curan más que cualquier pastilla. Cuando la música empieza, las piernas me dejan de doler, el cuerpo se olvida de mi edad. En esa pista soy la Pepita de 20 años otra vez. Llevo más de 90 años yendo cada domingo y nunca me he cansado. Es mi templo, mi medicina, mi alegría. Hay gente que va a misa, yo voy a La Paloma.
Usted nació en Lleida, pero se crio en Barcelona. ¿Cómo fue su infancia?
Soy de Barbens, un pequeño pueblo de Lleida, pero a los seis años me llevaron a Barcelona, a casa de una familia “con posibles”. Allí me crie con una buena educación y sin que me faltara de nada, aunque nunca olvidé que venía de un pueblo humilde. Esa mezcla me enseñó dos cosas que aún me guían: gratitud por lo que tenía y ambición por salir adelante.
Usted vivía en Barcelona cuando estalló la guerra Civil…
Cuando estalló la guerra tenía 18 años y volví al pueblo, a Barbens. Pasé los tres años de guerra trabajando el campo. Pasé de “señorita” de Barcelona al campo. Fue duro, muy duro. Pero aprendí a no quejarme y a encontrar alegría en lo que tocara. Incluso allí, supe ser feliz.
Su primer amor fue Horacio…
Estuvimos dos años juntos y nos queríamos de verdad. Todo apuntaba a que sería para siempre. Pero él era un chico de “buena casa”, y su familia pensaba que yo no estaba a su altura. Nos hicieron discutir, y aquello se acabó sin explicaciones. Me dolió mucho, pero también me hizo más fuerte.
Cuando estalló la guerra tenía 18 años; pasé de “señorita” de Barcelona al campo, y fue muy duro, pero aprendí a no quejarme y a encontrar alegría en lo que tocara
Poco después conoció a Pepe, su marido…
Pasaba cada día por la portería donde él trabajaba y, tras mi ruptura con Horacio, acepté en seguida cuando él me invitó a un café. A los tres meses ya estábamos casados, casi sin conocernos. En aquel tiempo pensé que, si no lo hacía, me quedaría “solterona”, lo peor que podía pasarte entonces. Así pensábamos. Fue una decisión precipitada, fruto de la época… y de mi cabezonería.
Entonces, ¿no se casó por amor?
No, me casé por prejuicios y terquedad, y hoy lo digo sin rodeos: me equivoqué. Es de lo poco que me arrepiento en la vida. No conocía a esa persona, no sabía cómo era de verdad. Pero, aun así, de los errores también se aprende. Y yo he aprendido mucho de ese error.
Su marido le tiró el maquillaje por la ventanilla del tren el día de su boda. ¿Qué pensó en ese momento?
Pensé: “Me he equivocado”. Cogió mi cajita de pinturas y me dijo: “Esto ya no lo necesitarás, eres una señora casada”, y la arrojó por la ventanilla. Al día siguiente volví a maquillarme y, cuando me senté a la mesa, soltó: “Con esa cara no te sientes”. En ese instante entendí que aquella relación iba a ser una cárcel y que yo no había nacido para que me mandaran.
¿Cómo fue la convivencia con su marido?
Mal, porque nuestra intimidad nunca fue satisfactoria. En la convivencia, él decía “no” a todo: no a que saliera, a que me arreglara, a que trabajara. Y yo estaba empeñada en hacer todo lo que quisiese. Casi siempre me salí con la mía. También trabajé mucho y al final, cuando una lleva el dinero a casa, puede hacer y ser lo que quiera.
Me casé por prejuicios y terquedad, y hoy lo digo sin rodeos: me equivoqué. Es de lo poco que me arrepiento en la vida
Aun así, estuvieron casados 30 años.
Treinta, sí, y no reniego del compañerismo que hubo. Cuando enfermó, lo cuidé. Cuando murió, lo lloré. Pasé pena por su muerte porque era mi compañero, pero amor de verdad no hubo nunca, al menos por mi parte.
Estando casada se fugó a Suiza. ¿Por qué tomó esa decisión?
Necesitaba libertad, así que me fui sola a Suiza con un contrato de trabajo. Era la posguerra y las mujeres no hacían esas cosas. Pepe, mi marido, me buscó por todas partes hasta que me encontró. A los nueve meses apareció para llevarme de vuelta, pero le dije: “Volveré cuando acabe mi contrato”. Dos años después regresé con mis propios ahorros. Ya no era la misma Pepita que se había marchado: era dueña de mí y de mis decisiones. Y eso lo cambió todo.
¿Qué cambió?
Que desde entonces siempre me salí con la mía. Quise emprender y no paré hasta conseguirlo. Monté un chiringuito en Cubelles. Trabajaba de sol a sol, pero era feliz. Aquello fue creciendo: de chiringuito a restaurante, y luego a un pequeño hostal con diez habitaciones. Al principio solo venían a cambiarse para ir a la playa, pero pronto empezaron a quedarse el fin de semana. Aún guardo fotos y me emociono al verlas. Lo levanté sola, aunque el mérito nunca me lo reconocieran.
¿Por qué nadie le reconocía el mérito?
Porque todo estaba a nombre de mi marido: las mujeres no podíamos firmar nada. En el pueblo hablaban del “negocio del señor Pepe Mateo”, y de la Pepita, nada. Pero las compras, las cuentas y las paellas las hacía yo. Él estaba, sí, pero quien lo llevaba todo era yo. Dolía, claro, pero no me frenaba. Yo sabía la verdad, y con eso me bastaba.
Quise emprender y no paré hasta conseguirlo, pero todo estaba a nombre de mi marido, las mujeres no podíamos firmar nada, pero yo sabía la verdad, y con eso me bastaba
Pepita Bernat.
¿Abrió más negocios además del chiringuito?
Sí, dos peluquerías en Barcelona, una dónde ahora vivo con Núria, mi sobrina. Yo iba y venía de Cubelles a Barcelona y lo llevaba todo, sin excusas. El trabajo me sostuvo y me dio alegría. Cada negocio era una forma de ser más libre.
¿Por qué una peluquería si usted no era peluquera?
Porque Núria quería serlo. La apunté a una academia y monté la peluquería para ella. Fue una gran profesional y, de paso, me arreglaba a mí, que siempre he sido de ir bien puesta. Invertir en los tuyos es una forma de querer.
¿Le pesaban las críticas por ser empresaria y adelantada a su tiempo?
Me miraban mucho y me criticaban más, pero yo hacía la vida que me daba la gana sin hacer daño a nadie. Entraba, salía, me pintaba, trabajaba y seguía. La modernidad, en mi caso, se llama coherencia. Yo no vivía para la galería.
Ha dicho que el rencor enferma. ¿Alguna vez ha sentido odio por alguien?
No. El odio enferma y yo prefiero olvidar. He tenido momentos malos, como todos, pero nunca me ha durado más de un día. Yo no hago drama, si pasa algo, lo afronto y después me animo. Prefiero reírme que llorar. Esa es mi forma de ser.
A los 73 años se volvió a enamorar.
Conocí a Carlos, un rapsoda quince años más joven que yo. Me enseñó poesía y amor verdadero. Con él descubrí la intimidad que no conocía, el cariño profundo, la complicidad de verdad. Fueron nueve años preciosos, los mejores de mi vida. Fue el gran amor de mi vida.
De joven amas con miedo, con lo que te dicen que tienes que hacer; de mayor amas con libertad, sin prejuicios, sin miedo al qué dirán
¿Es distinto amar de mayor que de joven?
Totalmente. De joven amas con miedo, con lo que te dicen que tienes que hacer. De mayor amas con libertad, sin prejuicios, sin miedo al qué dirán. Con Carlos fui completamente libre y completamente feliz. No vivíamos juntos, cada uno en su casa, pero nos veíamos y eso era suficiente. El amor no necesita compartir recibos para ser verdadero.
¿Cómo terminó esa historia de amor?
La enfermedad se lo llevó. Se me muere todo el mundo. Pero lo enterré, lo lloré y seguí viviendo. El momento malo pasa, pero la vida continúa. El humor ayuda, yo siempre sonrío, aunque por dentro tenga pena. No puedes ir llorando por la vida.
¿Tiene miedo a morir?
Ninguno. Solo pido morir sin dolor, tranquila. Pero mientras pueda, voy a seguir bailando. Y si me muero bailando, mejor. Sería la muerte perfecta.
¿Cuál es su secreto para llegar a los 106 años?
Yo digo que no hay secreto. Nunca he fumado ni bebido, salvo una copita en alguna boda. He comido lo que me apetecía, y lo hago cuatro veces al día, sin obsesiones. Siempre he sido activa: hago la comida, friego los platos, hago la cama. El día que paras, envejeces. Y la siesta: media hora después de fregar y me levanto nueva. Eso es salud. ¡Ah! Y bailar, bailar mucho.
¿Cómo maneja el dolor físico a su edad?
Las piernas me duelen desde los 90 y pico. El médico dijo: “Camina; si te duele, siéntate diez minutos y vuelve a andar”. Así lo hago: sentarse, levantarse y seguir. Para el dolor nunca he tomado pastillas. La salud también es no dramatizar.
No hay ningún secreto [para llegar a los 106]; nunca he fumado ni bebido, salvo una copita en alguna boda, he comido lo que me apetecía, y lo hago cuatro veces al día, sin obsesiones
¿Qué hábito considera imprescindible en su vida?
El orden. Primero friego los platos y luego hago la siesta; al revés, no. Parece una tontería, pero el orden me da paz. Y bailar cada domingo, en La Paloma; con la refrigeración, se me refrescan las piernas y bailo de maravilla. El día que bailo, no me duele nada.
Su vida está en un libro y ahora está grabando un documental. ¿Qué le emociona más?
Que me filmen bailando. Cuando bailo soy más yo que nunca. Que se vea que se puede llegar a 106 y seguir con compás. Si mi historia anima a alguien, ya me doy por pagada.
¿Hay algo de la vida moderna que le parezca un disparate?
Tanta prisa. Correr para todo. Yo digo: siéntate cinco minutos, descansa, respira y sigue. La prisa no lleva a nada bueno. Y eso de estar todo el día mirando el teléfono también me parece absurdo. Antes hablábamos más.
¿Qué piensa de las nuevas generaciones?
Lo quieren todo rápido y sin esfuerzo. Y a veces confunden libertad con hacer las cosas mal. La libertad es preciosa, pero bien hecha. La libertad mal llevada es un desastre. Hay que ganarse la libertad con trabajo y respeto.
¿Alguna vez ha sentido depresión o tristeza profunda?
He tenido momentos malos, muy malos, pero nunca me han durado más de un día. No hago drama. Si pasa algo, me ocupo y después me animo. Yo no me quedo en la pena.
A los mayores hay que darnos sitio, no solo sillas; tenemos mucho que enseñar todavía
Si pudiera volver atrás en el tiempo, ¿a qué edad se quedaría para siempre?
A los 73, cuando conocí a Carlos. Allí fui feliz de verdad. Descubrí lo que era amar y ser amada. Eso no tiene precio. Si pudiera congelar un momento de mi vida, sería ése.
¿Cree que la gente confunde envejecer con rendirse?
Sí. Envejecer no es rendirse: es adaptarse. Yo me adapto cada día. Si me duelen las piernas, descanso. Si puedo bailar, bailo. El que se rinde es el que se sienta y espera a que pase el tiempo. Yo no espero nada: yo hago.
Si tuviera que elegir entre conservar la memoria o la alegría, ¿qué elegiría?
La alegría. Yo tengo la cabeza clara, pero si algún día se me va, prefiero seguir sonriendo. Prefiero olvidar mi nombre, pero reírme cada día, a recordarlo todo y estar amargada.
¿Qué opina de cómo se trata hoy a las personas mayores?
Tenemos experiencia y, si nos escucharan, muchos problemas se llevarían mejor. A los mayores hay que darnos sitio, no solo sillas. Tenemos mucho que enseñar todavía.
Pepita, ¿cómo le gustaría ser recordada?
Como una mujer que vivió a su manera, con carácter y sin pedir permiso. Y como una bailarina de La Paloma que nunca perdió el compás. Que hice lo que quise sin hacer daño a nadie. Con eso me basta. No necesito estatuas ni placas. Solo que alguien diga: “Esa Pepita sí que sabía vivir”.