Paco Tous (Sevilla, 1964) contesta a la entrevista por teléfono desde el coche. Está parado, esperando a recoger a su hijo Pablo. La escena tiene algo cinematográfico, un actor en tránsito. Pero también de una refrescante normalidad. “Sí, soy de esos padres que recoge a sus hijos siempre que puede”, dice. La fama internacional que le regaló La casa de papel no le ha quitado el gusto por mantener los pies en el suelo. Tous sigue siendo, como él asegura, “el vecino de al lado”. Acaba de estrenar la película Aullar, donde se adentra en territorios incómodos. “No es una película para salir cómodo de la sala”, advierte con ese tono amable que le caracteriza, pero con una seriedad que se adivina bajo sus palabras.
Aullar supone una sacudida emocional y social, una mirada de frente el alcoholismo en la vejez, la precariedad afectiva y los vínculos que sostienen a las personas cuando todo alrededor parece resquebrajarse. La trayectoria de Tous, que abarca más de tres décadas entre teatro, televisión y cine, es la de un hombre auténtico, sin rastro de pose y, sobre todo, la de un enamorado de la interpretación hasta los tuétanos.
Un hombre que ha elegido ser optimista, que mantiene el contacto con sus conciudadanos y que prefiere tocar tierra a quedarse flotando en las nubes del éxito. Alguien que, cuando su hijo entra en el coche, tras decir hola y explicar que está en una entrevista con Guyana Guardian, le dice: “ponte el cinturón”.
Estrena usted Aullar. ¿Cómo describiría a su personaje sin hacer spoilers?
Mi personaje es un hombre vivido, con un buen fondo. Un tipo que le da trabajo a la protagonista porque su padre, un amigo suyo de toda la vida, se lo pide. La película se centra en la relación entre ella y ese padre alcohólico, un conflicto que no se enmascara con metáforas ni romanticismos. El alcoholismo se muestra tal cual, sin poesía, ni toque bohemio.
En este país se ha normalizado muchísimo el alcoholismo, cuando éramos pequeños nos daban vino Quina Santa Catalina como si fuera un juego, y beber no es un juego
¿Le parece importante que el cine aborde el alcoholismo sin suavizarlo?
Mucho, en este país se ha normalizado muchísimo el alcoholismo. Cuando éramos pequeños nos daban vino Quina Santa Catalina como si fuera un juego. Y beber no es un juego. Aullar muestra el deterioro real, el daño que causa.
La película también habla del envejecimiento y la adicción.
Sí, la adicción se vuelve más dura según vas cumpliendo años. En la película vemos la soledad del personaje de Antonio Dechent, su vacío, su falta de agarraderas. También cómo el cuidado acaba cayendo sobre la hija. Ese papel injusto que casi siempre se impone a las mujeres, algo que sigue ocurriendo. La película no juzga, pero te obliga a pensar.
Estrena tras el éxito de La coleccionista, con Assumpta Serna. ¿Cómo fue trabajar juntos?
No nos conocíamos de nada. Pero lo que siento por ella es admiración total, me parece una de las grandes damas de la escena. Y tuvimos una sintonía inmediata. A veces basta con eso, admiración mutua y ganas de jugar. Y entonces cooperas, te apoyas, le traes un café al compañero, compartes el frío. Esa cooperación se nota muchísimo en pantalla.
¿Es la generosidad un plus en el cine?
Más que un plus, es necesaria. Y aunque suene egoísta, conviene. El beneficio de todos depende de esa cooperación. Los rodajes pueden ser duros, por la climatología, las horas que pasan allí… Si no hay solidaridad, no funciona. La mayoría de los rodajes, aunque no lo parezca, se basan en eso.
Las noticias nos hacen creer que todo va mal, pero no es verdad; cuando hay un problema, la solidaridad aparece enseguida
¿Haría falta más de ese espíritu comunitario en la sociedad?
Creo que somos mejores de lo que a veces pensamos. Las noticias nos hacen creer que todo va mal, pero no es verdad. Cuando hay un problema, la solidaridad aparece enseguida. En tragedias como la dana de Valencia se ha comprobado… La gente ayuda. Podemos criticar los móviles, sí, pero también estamos haciendo cosas buenas. Yo quiero ser optimista y positivo, por decisión personal.
¿Cómo recuerda su infancia?
Feliz. Muy feliz. Fui un niño súper querido. Pasé mi infancia en un barrio obrero sevillano, lleno de mujeres luchadoras y de niños jugando por las noches en verano. Nos quedábamos hasta las tantas de la noche divirtiéndonos. Recuerdo las risas, fui muy feliz.
¿Era trasto o buen chico?
Yo era bueno, según mi madre. Las trastadas vinieron más de adolescente. Antes no había móviles y teníamos más libertad, quizá. Yo decía que me iba a la sierra norte de Sevilla y podía estar cuatro días sin dar señales. Pobrecitos mis padres… Yo, ahora, si mis hijos no cogen el móvil, me digo, madre mía, ¿dónde estarán?
¿Controla usted a sus hijos a través del móvil?
No, no soy de controlar. Confío mucho en ellos. Creo que les he dado confianza para que me digan la verdad. Al menos en lo importante.
Es verdad que quiso ser veterinario. ¿Cómo acaba en la interpretación?
Es casi una leyenda, pero es verdad. Yo quería ser veterinario. Hasta que se me cruzó una bailarina, me enamoré y me metí en danza escénica en el conservatorio. Luego vi unos papeles del Instituto del Teatro anunciando clases de pantomima, interpretación, danza contemporánea… Y pensé, ahí tiene que haber más bailarinas. Pero en realidad ya estaba metido en un despertar cultural de conciertos, democracia, teatro… Veía cosas que me conmovían. Cuando entré en el Instituto del Teatro supe que aquello era para toda la vida. Me enamoré del teatro.
Yo quería ser veterinario, y cuando entré en el Instituto del Teatro supe que aquello era para toda la vida; me enamoré del teatro
¿Sigue bailando?
Sí, hay tres cosas que hay que hacer siempre: bailar, jugar y disfrutar.
Después fundó Los Ulen.
Efectivamente, en el 87. Conocimos a nuestro maestro, Friedhelm Grube, que nos metió el veneno del clown. Fundamos la compañía y para mí fue casi una filosofía de vida. Pero tuvimos un accidente terrible, en carretera, y perdimos a nuestro maestro. Fue duro levantar aquello, aunque los que vivimos aquella época éramos de pellejo duro.
¿Cómo era montar obras y mover el teatro en aquellos finales de los 80?
Pues fue como enamorarse y darlo todo. Tener tus primeros fracasos. Recomponerte. Soñar, aprender. Crear. Y disfrutar y sentirte vivo.
Después llegó el fenómeno de Los hombres de Paco. ¿Cómo vivió esa fama?
La fama toca muy dentro, y hay que tener cuidado, porque afecta a la salud mental. Hay que tener ese cuidado y no banalizar toda esta historia de la popularidad. A mí me cambió cosas, claro, pero me gusta hablar hasta con las esquinas, tocar tierra, y eso ayuda mucho. Además, aquel personaje era muy querido. Es distinto cuando te haces famoso por un personaje malo, porque la gente se lo cree todo.
¿Sintió que era un salto definitivo?
Todo el mundo decía: ‘Es un escalón enorme’. Y yo no sabía si era hacia arriba, abajo o a un lado. Y me daba igual. Yo oigo acción, se rueda, y para mí, en esencia, es lo mismo, es jugar, es divertirme, es hacer mi trabajo y lo disfruto. Es importante seguir conectados con ese ánimo más lúdico, con lo de seguir jugando aunque seamos grandes. Me sigue pasando lo mismo, es lo que me mueve es seguir trabajando.
La fama toca muy dentro, y hay que tener cuidado, porque afecta a la salud mental, y no banalizar la popularidad
¿Le gustaría volver a la sensación de empezar?
Muchísimo. Me gustaría volver a ser aficionado, me dan envidia cuando los veo. No lo de volver a la juventud, sino a esa torpeza, a ese miedo del principio. Los primeros momentos de esta profesión son maravillosos.
¿Y qué le proporcionó La casa de papel, un éxito internacional?
[Resopla] Imagínate, fue un viaje precioso. De repente me reconocían aquí y en Pekín. Pero yo sigo siendo el mismo, el vecino de al lado. Ese loco enamorado que sigue disfrutando de cada rodaje, por pequeñita o grande que sea la película, la obra de teatro, el corto…
Usted se implica mucho en causas sociales: la salud mental, Palestina… ¿Por qué le acompaña ese compromiso?
Porque si tenemos imagen pública, hay que aprovecharla para las cosas en las que creemos. Yo digo siempre, aprovechadme. Con respecto a Palestina, llevo muchos años denunciando la ocupación y el sufrimiento del pueblo palestino. Tras un momento en el que parecía que habíamos reaccionado, ahora otra vez ya casi no se habla de ello. Eso me parece terrible.
¿Cambia el idealismo con la edad?
No. Cambia la astucia. Te haces más coherente. La esperanza no se pierde con los años, yo sigo siendo idealista; la diferencia es que ahora lo sé y ya no tengo miedo a decirlo. Cuando eres joven eres idealista y no lo sabes. Ahora soy idealista y mayor. Y espero que eso se convierta en coherencia, eso es importantísimo. En la vida también necesitas un poquito abrazar el riesgo, un poquito de valentía y hay un momento, quizás, que puede ser que te guardes cosas porque te da miedo el futuro. Pero cuando ya estás casi en el futuro, como estoy yo con mi edad, ocurre al revés, que intentas tener el menos miedo posible.
Vivo mucho ese amor en cosas pequeñas, como coger las manos de mi madre; para mí no es un sacrificio cuidarla, es un acto de amor
¿Cómo gestiona cumplir años en un entorno donde prima la imagen?
Podría decirle que acepto la vejez, pero no es verdad. No me siento mayor. Aunque el cuerpo habla, cuando te duelen cosas, significa cosas que te pasan. Pero no voy a dejar nunca que me gane el miedo. Eso sí, soy muy feliz comiendo, quizá demasiado [risas]. Lo sé, debería cuidarme más.
¿Y el cuidado emocional?
La salud psíquica me la cuida mi familia. Para mí, el amor es fundamental, cómo quiero y cómo quiero que me quieran. Eso me sostiene.
¿Qué mensaje daría a los lectores mayores?
Que se puede amar a cualquier edad. Yo ahora vivo mucho ese amor en cosas pequeñas, como coger las manos de mi madre. Para mí no es un sacrificio cuidarla, es un acto de amor. Quiero decirles a los lectores que amar cuesta, sí. Pero siempre recompensa. Y en el fondo lo sabemos.







