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No quiero dejar de ser humana: por eso sigo escribiendo sobre Palestina

Opinión

En Egipto, un hombre tira al agua pequeñas botellas de plástico con alimentos secos como arroz, o leche en polvo para bebés. ¿Habrá llegado alguna? Siento, en la manera de lanzarlas, la fuerza, la desesperación, también la ternura. El gesto va acompañado de una súplica: que Dios haga lo que los gobiernos no hacen, que el alimento cruce el mar y alcance la costa de Gaza. Apareció el vídeo en redes, entre demasiadas imágenes hechas por inteligencia artificial que intentaban imitar ese momento. No he dejado de verlo. Subo el volumen. Escucho de nuevo la plegaria. Quizás algo de mí, en medio de tanto horror, de tanta anestesia, reconoce que ese acto es un golpe de verdad.

Vi el vídeo mientras terminaba el café. Con la nevera llena. Con el huerto en marcha. Con los frutales casi a punto. Con las primeras moras. Vivo en esta parte del planeta, aquí, privilegio atroz, mientras en Gaza se ejecuta un genocidio por inanición, ante una audiencia global —también estoy ahí— que apenas parpadea. Algunas madres hierven hojas. ¿Cuántos niños, mientras escribo, lloran hasta el sueño o la muerte? Los médicos operan sin anestesia. Y nosotros seguimos aquí. Sabemos. Volvemos a mirar. Y seguimos. Entre la lucidez y la culpa, formo parte del espectáculo, de esta hipocresía brutal: asistir a un genocidio en directo, romperse unos instantes… y luego cerrar la pestaña, fregar los tiestos del desayuno, contestar un mensaje, seguir adelante con la vida.

Rita Segato, en una entrevista, declaraba que ya no quiere pertenecer a esta especie siniestra. Sentí al principio desánimo, un estado de colapso, un lugar que evito porque me lleva a la resignación. Pero después entendí su frase como acusación, no como renuncia: una provocación que necesitamos en estos tiempos donde lo humano carece de todo sentido. Segato nos despierta, nos sacude, apunta y rompe esa complicidad de aquellos que miran y siguen sin más. Desde el dolor y la lucidez, nos recuerda que formamos parte de un sistema que se sostiene gracias a estructuras que permiten —y justifican— la violencia, el hambre, la exclusión, el exterminio.

La hambruna por el cerco alimentario de Israel ya causa muertes diarias por inanición en Gaza

Jehad Alshrafi/Anadolu via Getty Images.

¿Es declararse exhumana una huida o una forma urgente de señalar el límite? ¿Una manera de decir basta, de rechazar la complicidad con una humanidad que tolera lo intolerable? Veo luz en lo que propone Segato, no escapismo: una provocación ética, un empujón para cuestionar lo más íntimo y lo más estructural. Para preguntarnos, con toda su crudeza, qué significa hoy ser humano, y si es posible asumir esa responsabilidad sin transformar radicalmente el mundo en el que vivimos.

Y no puedo dejar de pensar en Gaza. No debo. No debemos. En cómo se despoja a las personas de su humanidad incluso antes de morir. En cómo se las reduce a cifras, a ruido de fondo, a material descartable. Y también pienso en nosotros. En esta otra forma de deshumanización que nos atraviesa: la que nos permite mirar, no entender, y seguir adelante. Hannah Arendt advirtió que el mal no siempre tiene un rostro terrible, que muchas veces se desliza en la rutina, en la obediencia, en la falta de pensamiento. Que el genocida no es un monstruo, sino un hombre normal. Lo verdaderamente peligroso no es solo el verdugo: es todo lo que lo sostiene. Los que miran y no ven. Los que saben y no detienen nada. Comemos. Leemos titulares. Bajamos la mirada. Decimos “es terrible” y seguimos viviendo en los mismos tiempos en los que se comete un genocidio. ¿Qué es lo que nos paraliza? ¿El horror en sí, o el cinismo que nos rodea? ¿La magnitud de la violencia? ¿Las voces que nos dicen que exageramos, que callemos, que no dramaticemos? La justificación constante, la racionalización cómoda, el gesto de normalizar lo inhumano. Recuerdo aquello que escribió David Graeber, el camino al fascismo está lleno de personas que te dicen que estás exagerando.

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Y mientras escribo, una cría de colirrojo y una lavandera vienen a mi ventana. Una rebusca algún insecto en el alféizar; la otra me observa un instante antes de picotear el cristal. No dejo de preguntarme: ¿a dónde van mis decisiones, mi dinero, mi tiempo? ¿En qué estructuras participo sin querer? ¿Qué financian mis gestos más cotidianos? ¿Cuánto de este sistema se sostiene porque yo no dejo de producir, de conformarme, de trabajar?

Sigo usando esta plataforma. Sigo conectada. Sigo comprando. Pero no es suficiente. No quiero volver a la rutina como si no pasase nada. Quiero seguir escribiendo, haciendo preguntas, interrumpiendo este relato. Porque toda forma de contar es también una forma de imponer un orden sobre otro. No dejo de preguntarme cómo nos recordarán. Qué dirán de esta época, de estas semanas, de este silencio. Si escribirán que nos paralizamos por miedo, o por pura comodidad. ¿Cómo entenderán esta multitud que no quiso saber? ¿Encontrarán en alguna imagen, en algún gesto, en algún poema, una grieta de luz y dignidad?

¿Llegará alguna botella a la otra orilla? Tal vez. Mientras, en el mar, flotan. Como las palabras, el dolor de lo que no decimos, todo aquello que nos empeñamos en recordar. En esos paréntesis quiero resguardar lo humano. ¿Escribo quizás para no perderlo? ¿Para no olvidar de qué soy parte? Necesito creerlo: lo humano puede ser otra cosa.