No importa lo duro que te entrenes; alguien se entrenará aún más duro
Steve Prefontaine
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En una ocasión, sir Sebastian Coe madrugó para salir a entrenarse muy duro. Luego se tumbó en el sofá.
Se suponía que eso es lo único que debía hacer por el resto del día, quiero decir reposar, pero unas horas después, conforme avanzaba la tarde, se le vinieron encima los demonios.
Y entonces se dijo:
-¿Y qué hago aquí vagueando? Probablemente, Steve Ovett estará entrenándose ahora.
(Steve Ovett era su alter ego del 1.500, los mitómanos sabrán de quién estoy hablando).
Aquella tarde de invierno llovía a cántaros y hacía un frío que pelaba, pero el inquieto Coe se calzó las zapatillas y salió a entrenarse de nuevo, y lo hizo tan duro como lo había hecho en la mañana.
Pocas semanas más tarde, Coe fue a coincidir con Ovett a la salida de una carrera. Y en un instante de debilidad, se sinceró con el rival: le contó qué era aquello que le había sucedido en aquel día lluvioso y gélido, le contó que se había entrenado dos veces pensando en él, en Ovett.
Ovett le contestó:
-¿Y solo te entrenaste dos veces ese día?
(...)
Dicen los románticos del atletismo que el 1.500 es la más hermosa de las carreras, también la más compleja, y buena razón llevan.
Hay que ser un valiente para situarse en la línea de salida, punto de partida asimétrico pues ahí arranca el 300 metros, otra distancia asimétrica.
Tras el disparo, el milquinientista se abre paso a codazos mientras se debate entre el vértigo y la pausa.
El pandemonio mezcla al ochocentista y al especialista del 5.000 que conserva un punto de velocidad, y por eso me aventuro a decir que el 1.500 es una prueba democrática. Un crío de 18 años puede ser un buen milquinientista. Un atleta maduro de 35, también.
El 1.500 parece un número redondo, pero es un ente extraño. Tres vueltas y tres cuartos. Ningún milquientista sabe en qué lugar se halla el paso de los mil metros, solo puede intuirlo: ninguna señal en el anillo marca el punto exacto. El milquinientista corre agrupado pero a ciegas, y solo se escucha a sí mismo, y no puede regalar nada al rival. Un centímetro es un abismo, y el ritmo es acelerado y suele acelerarse más conforme se despachan las vueltas, y el final es agónico. Tras varios minutos de esfuerzo máximo, hay que sacar algo de donde ya nada queda.
Para mí, ochocentista vocacional, disputar un 1.500 era un suplicio de casi cuatro minutos.
Por eso, siento envidia cuando contemplo a los prodigios del 1.500, decatletas del mediofondo, manejándose con facilidad en una prueba tan retorcida, tal y como Duplantis lo hace en la pértiga.
Sir Roger Bannister lo hacía fácil. Y Coe. Y Cram, el primer campeón del mundo (Helsinki 1983), y Auita, su rival contemporáneo. Y Morceli y, sobre todo El Guerruj, el rey marroquí cuya plusmarca ahí sigue, en pie desde el siglo pasado, desde 1998 (3m26s00).
En los últimos tiempos lo ha hecho fácil Jakob Ingebrigtsen, el noruego que corre y parece ir paseándose pero este año se ha lesionado en el Aquiles y se ha estrellado en la distancia, apeado en la primera ronda en Tokio (el viernes, a las 13h españolas, Ingebrigtsen disputará la eliminatoria del 5.000, título que ha ganado en dos ocasiones).
En estos días en Tokio se decían más cosas:
-Quien lo hace fácil es Niels Laros.
Laros (20) es el Ingebrigtsen neerlandés, es tan versátil como el noruego e incluso más, pues su abanico de recursos es superior, abarca hasta el 800 (ahí ha registrado 1m44s19). Y por eso mismo, cuando le preguntan qué carrera le interesa, a ritmo rápido, a ritmo medio o a ritmo lento, contesta:
-Creo que tengo recursos suficientes como para manejarme en cualquier situación (le decía semanas atrás a Citius Mag).
Y así es como sale a escena.
Laros se apropia de la cabeza: lidera el paso del paquete en el 400 (59s45), aquello que se llama ritmo medio. Hace equipo con Tim Cheruiyot, su compañero de entrenamientos, en el 800 (1m59s88), mientras Josh Kerr, campeón mundial del 2023, se trastabilla, se lastima el pie y se retira. Juntos, Laros y Cheruiyot mandan hasta el 1.300, que es cuando emerge Jake Wightman, otro campeón mundial reciente, este del 2022.
Y como el ritmo ha sido medio, y aquí no hay líderes sino un abanico de mediofondistas talentosos, se afilan los cuchillos: agolpados en cabeza, seis hombres aparecen en la recta, todos brillantes, gente que rompe el 3m30s, allí donde Adrián Ben aún no llega (es octavo, en 3m35s38), y entre ellos, abierto a la calle cuatro, se asoma el dicharachero Isaac Nader (26), el portugués que se había ido a vivir a Soria para seguirle la estela a un abanico de leyendas del lugar (le entrena Enrique Pascual Oliva, el mismo que encumbró a Fermín Cacho y a Abel Antón) y que rompe esas quinielas que expertos y plumillas nos habíamos planteado en la tribuna de prensa.
Suyo es el oro, en 3m34s10.
Nadie, de entre nueve votantes, le consideraba favorito al oro: casi todos habíamos apostado por Laros, que es quinto.
(Ya en la profundidad de la noche, cuando todo ha acabado y aún tecleo en la tribuna de prensa, veo cómo Laros, Cheruiyot y Nillesen aparecen en el sintético del estadio para trotar durante varias vueltas; para entonces, casi todos los atletas ya sestean...).


