En su libro Libertad, Jonathan Franzen muestra a un grupo de universitarios celebrando una fiesta alrededor de un bidón de cerveza en el que han escrito con mayúsculas: THINK TANK. Este etílico think tank, este tanque de pensamiento, es el que anima la velada. Un think tank, ya saben, es también como se conoce a esos laboratorios de ideas en los que distintos expertos analizan problemas y proponen soluciones. De ahí el doble juego de la novela. Forzando la imagen, Madrid tiene algo de enorme y embriagador tonel de intereses de alta gradación en alcohol. A fuerza de think tank y de lobbies y de big four y de senior advisor, cada día miles de personas se emborrachan en esta ciudad de argumentarios, papeles y discursos. Agitado pero no mezclado, así es este cóctel incesante entre lo público y lo privado.
¿A qué viene todo esto? Como cuenta aquí Fernando H. Valls, el Gobierno negocia estos días en el Congreso el proyecto de ley de transparencia e integridad de las actividades de los grupos de interés. Vamos, los lobbies. España sigue siendo una excepción en Europa, al carecer de una norma que regule las relaciones entre los grupos de interés y los cargos públicos. Entre las propuestas figuran la creación de una agencia independiente, la imposición de multas a los lobbies que oculten sus reuniones con políticos o fórmulas para poner orden en las puertas giratorias.
Una primera consideración. A diferencia de Barcelona, en Madrid no hay burguesía, al menos al pasar revista a la primera línea empresarial. Decir burguesía madrileña tiene algo de oxímoron, qué se le va a hacer. Aquí (este artículo se escribe desde Madrid) las grandes empresas no son fruto del ímpetu emprendedor de un visionario ni han tenido necesidad de una red informal de relaciones con las que identificarse entre iguales. Nacidas a menudo del Estado o de sus grandes contratos, hacen la guerra por su cuenta o por la cuenta de su gremio, a través de circuitos sectoriales donde se comparten inquietudes y se cursan peticiones. Si aparecen juntas, es convocadas por una fuerza mayor, algo equivalente a los Premios Vanguardia de Barcelona de esta semana, cuyo ambiente empresarial describe aquí Elisenda Vallejo. Eléctricas, constructoras, telecos, bancos o compañías de defensa, su actividad está muy ligada a decisiones políticas o regulatorias.
Marc Murtra, president de Telefónica, en los Premios Vanguardia
La teoría orbital de las empresas. Súmese a eso que muchas grandes corporaciones han tendido a instalarse en parques empresariales alejados del gran bullicio, a veces acorazados en forma de distrito o campus. Ubicadas en el extrarradio en forma de estaciones espaciales y brillantes satélites, no pierden de vista el planeta Madrid, sobre el que descargan las corrientes eléctricas de sus intereses.
Es el caso de Telefónica, Santander, BBVA, Iberdrola, Endesa o Redeia, con sus naves nodriza fuera del centro, donde la vida se hace hacia dentro e incluye a menudo gimnasio, cafetería y guardería. Fuera de la M-30 también se encuentran Aena, Acciona, Acerinox, Airbus, Rovi o, aunque no lo acepte el VAR, Repsol y Naturgy. Hay, digamos, un Madrid empresarial en órbita, de grandes compañías entregadas a sus quehaceres, en el que proliferan hábitos relativamente parecidos en términos de ocio y valores. Esta cultura algo homogénea de agendas apelmazadas, en la que el tiempo siempre es escaso salvo para ir a correr la maratón de Nueva York, no tiene nada de especial. Es tan de Madrid como de cualquier otro sitio.
Una “industria” de influencias. Sin embargo, hay otro Madrid empresarial, que es lo que la hace distinto. Un Madrid que transcurre en el centro, donde se cruzan los caminos y el mar no se puede concebir. Es allí donde brota la “industria” de la influencia. Industria entre comillas porque aquí, en cuanto más de tres personas hacemos lo mismo, ya nos consideramos industria. ¿Qué es la Vuelta Ciclista si no la industria del pedaleo?
Esa es la particularidad. Lo que se aleja de la actividad pura y dura de la empresa, desde el diseño de operaciones corporativas hasta las reuniones con inversores, pasando por la defensa de los intereses y las relaciones con los poderes públicos, suele ocurrir en el corazón de la ciudad. Es allí, en sus clínicas de belleza financiera, donde se fraguan las fusiones, adquisiciones, spin-off y dual tracks del momento. Es allí donde descansan los organismo oficiales y plantan sus retenes los fondos de capital riesgo y los bancos internacionales. Es también allí donde se manufacturan los intereses particulares hasta amoldarlos al interés general. Lo dicho, la industria de la influencia. Enric Juliana ya tiene bien acuñado el término Madrid DF, sobre el que podrían verterse de paso los intereses empresariales.
Un apresurado mapa de este enorme contenedor de influencias e intereses podría dibujarse de esta forma. En la parte alta de la Castellana, desde Azca hasta las Cuatro Torres, prestan sus servicios de asesoramiento las big four --KPMG, Deloitte, EY y PwC-- y consultoras como Accenture. En el barrio de Salamanca abundan las boutiques, los despachos de abogados, las agencias de relaciones públicas y los bancos de inversión especializados en captar capitales e hilar accionariados. En el eje de Cuzco, Nuevos Ministerios y Sol aparecen los ministerios, la CNMC, el Banco de España. Y luego están las asociaciones empresariales, los lobbies, eso que pobremente llamamos en la jerga periodística las patronales, tachonando con sus placas a pie de portal el centro de la ciudad.
Madrid es también un gran parque temático de lobbies. Existe incluso el lobby de los lobbies, la Asociación de Profesionales de las Relaciones Institucionales (Apri). ¿Habrá un lobby de lobbies de lobbies? Como ejemplo, a dos tiros de piedra de la redacción en Madrid de La Vanguardia se halla la asociación de empresas de componentes de automoción Sernauto y la siderúrgica Unesid. A pedrada y media está la de fabricantes de coches Anfac o la de aseguradoras Unespa, y no hay más que pulsar un botón del ascensor para llegar a la asociación de las farmacéuticas Farmaindustria. Bajando la calle, girando a la derecha liberal, se encuentra la sede de la CEOE, el lobby por excelencia, un edificio picoteado de despachos de muy diversas asociaciones empresariales. Sería divertido retirar una pared entera y, a modo de 13 Rúe del Percebe, observar la actividad allí dentro. ¿Habrá también un inquilino moroso como en la azotea de tan ínclito edificio de Ibáñez? En fin, es mucho más fácil encontrarse con un lobista que con una habitación en alquiler por menos de 500 euros.
A esto se suman las 24 agencias de public affairs ya registradas en la ciudad. Algunas tienen cierto grado de especialización, como Rud Pedersen, y otras surgen en forma de departamentos nuevos de agencias de comunicación, como es el caso de LLYC, Kreab, Harmon o Atrevia. Por supuesto, también están los think tank, estimulantes hervideros de ideas, entre los que figuran los económicos Funcas y Fedea, el energético Enerclub o el polivalente Consejo General de Economistas. Y no faltan las sedes del contubernio, con mención especial al Club Financiero Génova o a estos clubs privados de nombre perturbador como Matador.
Es en este frenesí diario de foros, encuentros y simposios donde los intereses particulares adoptan a diario la forma del interés general. Ya saben: si se calienta el clima, cómprese un coche nuevo, que contamina menos. Si hay accidentes de tráfico, cómprese un coche nuevo, que es más seguro. Si va mal la economía, cómprense un coche nuevo, que fomenta la actividad. Si se ponen en cuestión los valores democráticos, cómprese un coche nuevo, que es señal de libertad. Son intereses legítimos que incluso a veces coinciden con lo que necesita la sociedad. Así pues, no lo piense más, ¡cómprese un coche nuevo!
Y sin embargo, la actividad de los lobbies resulta crucial para que diputados y periodistas entiendan las legítimas preocupaciones de las empresas. Pese a las connotaciones negativas, la vida económica y empresarial no podría entenderse sin estos neutrotransmisores del interés. Tampoco la política. De ahí también la necesidad de regularlos.
José Bogas, consejero delegado de Endesa
Aquí van a modo de ejemplo algunas de las escaramuzas en las que se baten estos días empresas y agentes públicos, libradas en la trinchera de las influencias:
El enredo de las redes eléctricas. Es unas de las grandes batallas entre las eléctricas y la administración, con permiso de otras muchas, como el cierre de las nucleares o todas las medidas que han decaído al encallar en el Congreso el decreto antiapagón. De las redes ha escrito bastante Pilar Blázquez. Las compañías de la asociación Aelec --Iberdrola, Endesa y EDP-- aseguran que el 83% de la red eléctrica se encuentra saturada. Detrás del mensaje de Aelec está la revisión de la retribución que elabora la CNMC. Allí se eleva al 6,46% la rentabilidad para estas inversiones, por debajo del 7,5% que las eléctricas exigen. Es apenas un punto porcentual, pero hay muchos millones de diferencia. Aelec avisa de que está en juego la electrificación de la economía y la implantación de proyectos clave para la modernización del país. Incluso, sostiene, se pone en riesgo la construcción de viviendas.
Las aerolíneas claman contra las tasas. Los aeropuertos españoles, vaya por delante, son los que cobran menores tasas entre los países del entorno. Y las tasas son necesarias para abordar inversiones como la ampliación de El Prat o Barajas. Aquí Maite Gutiérrez describe el proyecto de ampliación de la T1 de Barcelona, sin ir más lejos. Tras una década de tarifas congeladas, Aena las subirá el año que viene un 6,5%, o 68 céntimos por pasajero. La medida ha sido suficiente para provocar un nuevo choque entre Ryanair y el gestor aeroportuario, controlado por el Estado. La aerolínea ha usado la vía mediática y anunciado que retirará un millón de vuelos este verano de los aeropuertos regionales. Mientras, el Gobierno y Aena lanzan un gran plan de inversión para los aeropuertos, de 13.000 millones hasta 2031. La asociación de aerolíneas ALA ha respondido fríamente, recordando que son sus empresas, a través de las tasas, las que sufragan las inversiones. Tasas que luego repercuten al viajero, por supuesto.
La banca intenta detener la Autoridad de Defensa del Cliente Financiero. Encallada en el Congreso, esta nueva autoridad, argumenta la banca, creará una innecesaria y pesada criatura burocrática, repleta de ineficiencias e incentivos perversos. La asociación de bancos tradicionales, AEB, y la de antiguas cajas de ahorros, Ceca, han batallado contra ella. Tampoco les debe de hacer ni pizca de gracia, sea dicho, al Banco de España ni a la CNMV. Al fin y al cabo, la futura autoridad, si algún día ve la luz, detraerá recursos de ambas instituciones. Por cierto, tampoco está mal la intensa labor de lobby en torno a la opa del BBVA al Sabadell, de cuyas novedades de esta semana informa Eduardo Magallón.
La automoción pide ayudas directas. Las tres asociaciones de referencia, Anfac, Faconauto y Ganvam, son muy activas en reclamar al Gobierno que mejore las ayudas del plan Moves con un presupuesto suficiente, más facilidad burocrática y menos trabas fiscales. También piden menos trabas al instalar puntos de recarga. Mientras, el sector lucha contra la amenaza de los coches chinos y los consumidores siguen presenciando atónitos lo caro que se ha puesto comprar un coche. Aquí y aquí Luis Florio y Noemi Navas escriben sobre el asunto.
La construcción quiere más mano de obra y menos burocracia. Otro ejemplo, ya el último, es el frente abierto por los lobbies de la construcción Seopan y CNC. El primero representa a las grandes compañías, como ACS, Ferrovial, Acciona, Sacyr, OHLA y FCC, más orientadas hacia las grandes infraestructura. El segundo opera más a pie de obra, con inquietudes más mundanas. Denuncia por ejemplo el problema de la falta de mano de obra. ¿Cómo vamos a acabar con el déficit de 700.000 viviendas si no hay trabajadores dispuestos a subirse a un andamio? Por eso, es firme partidario de la inmigración, vector que, por cierto, explica el buen momento de la economía española. La vivienda, como explica aquí Jaume Masdeu, es asunto central.
Luego están los lobbies a los que Madrid se les queda corto y deben hacer esfuerzos en Bruselas. Cítense dos: la asociación siderúrgica Unesid, enfrascada en la batalla arancelaria en torno al acero, y el que ejercen las telecos, que hacen la guerra por su cuenta. Telefónica, Orange y Vodafone, a menudo con sus propios equipos, reclaman un nuevo marco que facilite las fusiones. También lo hacen a nivel europeo las asociaciones GSMA y Connect Europe. Aquí el presidente de Telefónica, Marc Murtra, insiste esta semana en la necesidad de crear “titanes europeos”.
Poco más. El caso Montoro, del que informan Carlota Guindal y Joaquín Vera, ha resucitado el debate sobre el papel de los lobbies y las puertas giratorias. Ofrecer el conocimiento a las empresas es una de las salidas más tentadoras para los políticos que dejan el oficio. También un riesgo cuando utilizan su experiencia para el intercambio de favores.
Por cierto, desde la Universidad Complutense, Alfredo Arceo Vacas ha venido elaborando el informe de seguimiento de lobbies más metódico del momento. Puede consultarse aquí.
En fin, parafraseando a Tom Wolfe, Madrid no arda quizá en una hoguera de vanidades, pero sí de intereses. Esta ciudad en constante cambio es apasionante cuando se la ausculta con visión antropológica, que es otra forma de decir con perspectiva. De encontrar una jeringuilla en el lavabo, como diría Sabina, hemos pasado a encontrar un multimillonario mexicano en el IE Business School. El Madrid de siempre, custodiado por funcionarios y abierto al público, se encuentra ahora desquiciado por la antipolítica y convertido en una ciudad difícil por culpa del elevado coste de la vivienda. Más elegante que nunca, se le nota el bótox. Madrid es también una ciudad con muchas puertas, en las que hay que tragarse el orgullo y llamar con la sutileza de los buenos lobistas. Un último consejo: nunca se enfrasque en debates bizantinos con ninguno de ellos. Como dice el adagio, es imposible convencer a alguien de que piense distinto a los intereses que le dan de comer.

