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Ucrania afronta un momento difícil en el campo de batalla, mientras EE.UU. Le da la espalda y Europa todavía discute como pagar nueva ayuda militar

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Un soldado ucraniano, en el frente de Pokrovsk, en la provincia de Donetsk (Donbass) 

Stringer / Reuters

El Rafale es uno de los aviones de combate más avanzados que existen hoy en el mercado de la guerra. En unas maniobras desarrolladas por la OTAN el pasado mes de agosto en Finlandia -las Trident Atlantic 2025- consiguió, para pasmo general, derribar virtualmente a un F-35 estadounidense, que pasa por ser poco menos que invencible. Fabricado por el constructor francés Dassault -el mismo de los célebres Mirage-, durante mucho tiempo tuvo dificultades para ser exportado debido a su coste y su sofisticación. Pero eso ya quedó atrás. Hoy, además de en Francia, sirve en países como Egipto, Grecia, India o Qatar.

El último éxito del grupo Dassault ha sido el acuerdo firmado el lunes pasado por el presidente francés, Emmanuel Macron, y su homólogo ucraniano, Volodímir Zelenski, por el cual Kyiv adquirirá nada menos que 100 cazabombarderos Rafale -¡una cifra nunca vista hasta ahora!- por un valor estimado de 6.500 millones de euros. Podría hablarse de contrato del siglo, si no fuera porque no está claro quién lo va a pagar.

Ucrania está pasando por un momento extremadamente delicado. En el campo de batalla, Rusia está cerca de tomar la ciudad de Pokrovsk -la más importante desde la caída de Bajmut en 2023- y ha lanzado una durísima campaña sobre las infraestructuras energéticas del país, mientras a nivel político afronta un escándalo de sobornos vinculado a la agencia estatal de energía nuclear, Energoatom. En el exterior, las cosas no están mejor. Washington ha vuelto a negociar a sus expensas con Moscú un plan de paz que equivale a una capitulación, y Europa sigue enredada en la discusión sobre cómo pagar la ayuda militar a Kyiv en 2026 y 2027.

En 2025 Europa ha aportado a Ucrania más de 49.000 millones, EE.UU. Solo 480

Desde que Donald Trump regresó a la Casa Blanca, en enero de este año, la ayuda norteamericana prácticamente ha desaparecido. Si durante los tres primeros años de guerra, EE.UU. Y Europa se repartían el coste de forma bastante equilibrada, en 2025 el esfuerzo ha recaído casi exclusivamente en los europeos, que hasta el mes de agosto aportaron 49.110 millones de euros por solo 480 millones de EEUU, según datos de The Kiel Institute for the World Economy. Las armas estadounidenses siguen llegando a Kyiv, pero esta vez son compradas por los europeos y distribuidas por la OTAN. A eso irá, por ejemplo, una parte de los 817 millones de euros de ayuda que anunció el presidente español, Pedro Sánchez, al recibir a Zelenski en Madrid esta semana. Lo único esencial que Washington sigue haciendo por Ucrania -y que utiliza como arma de presión- es compartir información de inteligencia.

El desafío que afronta Europa, y del que dependerá en última instancia la capacidad de resistencia de Ucrania, es encontrar la manera de seguir costeando el esfuerzo bélico ucraniano en un contexto de tensiones presupuestarias nacionales. La Comisión Europea pareció haber encontrado la llave utilizando como base los fondos rusos -más de 200.000 millones de euros- depositados y congelados en entidades financieras europeas. La idea, ya conocida, sería habilitar un préstamo de 140.000 millones a Kyiv a cuenta de esos fondos como avance de las eventuales reparaciones de guerra que Moscú debería satisfacer al término del conflicto. Pero eso es más fácil de proponer que de hacer.

En el Consejo Europeo del pasado octubre, Bélgica vetó esa solución mientras no se le dieran garantías de que Europa entera respondería en caso de que tuviera que afrontar responsabilidades económicas por la confiscación de ese dinero. Su preocupación es lógica: la mayor parte de los haberes rusos -unos 185.000 millones- están depositados en la entidad de servicios financieros Euroclear, con sede en Bruselas. Más allá de la resistencia belga -y de las dudas legales de otros países-, la propuesta genera inquietud por los efectos negativos que pudiera tener una medida de este tipo sobre los mercados financieros. Algo sobre lo que ha alertado el propio Banco Central Europeo (BCE)

El lunes, mientras Macron y Zelenski rubricaban sonrientes el acuerdo sobre los 100 Rafale, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, enviaba una carta a los 27 en la que les instaba a acordar antes de fin de año -la cita sería el Consejo Europeo del 18 y 19 de diciembre- una fórmula para poder seguir manteniendo la ayuda militar a Kyiv. En caso de no aceptar la propuesta de Bruselas sobre los fondos rusos, Von der Leyen da como únicas opciones -combinadas o no- la entrega de donaciones individuales por parte de los Estados miembros o un nuevo endeudamiento europeo, como con la covid. Dos opciones que generan resistencia -e incluso urticaria- en muchos países.

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El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, con gesto serio ayer en su despacho durante una conversación telefónica con varios líderes europeos 

HANDOUT / AFP

Mientras Europa se desgarra discutiendo de dónde saca el dinero necesario, EE.UU. Ha vuelto a actuar a sus espaldas. Después de que la iniciativa de paz que Donald Trump impulsó el pasado mes de agosto en la cumbre de Alaska con su homólogo ruso, Vladímir Putin, encallara por la falta de compromiso del inquilino del Kremlin, las sanciones norteamericanas sobre las petroleras rusas Rosneft y Lukoil parecen haber servido para desbloquear las cosas. Pero no para mejor. Las conversaciones entre Washington y Moscú van por el mismo camino que entonces -con EE.UU. Aceptando todas las reclamaciones de Rusia sin grandes concesiones a cambio-, pero a diferencia de hace tres meses los norteamericanos ya ni siquiera piden un alto el fuego previo, sino que este no entraría en vigor hasta después de la firma de un eventual acuerdo.

El plan de paz pergeñado por el enviado especial estadounidense Steve Witkoff con sus interlocutores rusos, y desvelado esta semana por el Financial Times, otorga a Moscú todo lo que pide: la entrega del Donbass -incluidas aquellas partes que siguen bajo control ucraniano-, el reconocimiento de su soberanía sobre estos territorios más Crimea y la congelación del frente en las zonas de Jersón y Zaporiyia (eso sí, retornaría a Kyiv alguna zona menor en su posesión); la renuncia de Ucrania a ingresar en la OTAN y a desplegar en su territorio tropas europeas, así como la reducción de su ejército a un máximo de 600.000 soldados; el levantamiento de las sanciones a Rusia, su reincorporación al G-8 y la negociación de un acuerdo de cooperación económica bilateral con EE.UU., con quien abriría un nuevo periodo de colaboración que pasaría por la confirmación de los actuales tratados de control de armas nucleares. Ucrania debería celebrar asimismo elecciones en el plazo de cien días (Moscú no para de cuestionar la legitimidad de Zelenski, al que desearía ver fuera del poder). Y la guinda: una amnistía total para los crímenes de guerra y la renuncia a toda reclamación.

A cambio, Ucrania recibiría bien poco: el reconocimiento de su soberanía -algo que Rusia ya había firmado en 1994, con el resultado conocido- y unas garantías de seguridad que en este momento parecen más bien difusas (EE.UU. Aparecería como garante, pero sin ningún compromiso militar por ahora en caso de incumplimiento). La propuesta incluye la negociación de un nuevo marco de seguridad y un acuerdo de no agresión entre Rusia y Europa, que incluiría la no ampliación de la OTAN.

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Lo que no ha olvidado concretar Trump es el dinero… El plan incluye el lanzamiento de un programa mundial para la reconstrucción de Ucrania, al que Europa -según la propuesta- aportaría 100.000 millones de euros y en el que se invertirían otros 100.000 millones procedentes de los fondos congelados rusos, reservándose Washington el 50% de los beneficios obtenidos en este último caso. ¡El negocio es el negocio!

La Unión Europea ha reaccionado como era de esperar, advirtiendo que cualquier plan de paz ha de contar con el acuerdo de Ucrania -obvio- y de la Unión Europea, y que este ha de asentarse sobre bases justas (lo que está lejos de encontrarse en la propuesta que está sobre la mesa). El presidente ucraniano, que ayer habló telefónicamente con varios líderes europeos -el alemán Friedrich Merz, el francés Emmanuel Macron y el británico Keir Starmer- y con el vicepresidente de EE.UU., J.D. Vance, se mostró dispuesto a hablar “de forma constructiva y honesta” con Washington sobre su plan y avanzó que presentará propuestas alternativas. Pero sin aceptar un trágala. En un mensaje de vídeo dirigido a la nación, aseguró que “no traicionará” a su país y advirtió que Ucrania podría verse confrontada a “una elección muy difícil: la pérdida de la dignidad o el riesgo de perder a un socio clave”. Poco sensible a su oferta, el presidente de EE.UU. Le dio una semana para aceptar el plan.

El último giro prorruso de Trump da toda la ventaja a Moscú en un momento en que tampoco para Rusia las cosas van bien. Como apuntaba Edward Carr, director adjunto de The Economist, en un artículo estos días, además de los problemas económicos que afronta el país, Vladímir Putin no tiene una perspectiva clara -ni un plan definido y convincente- para ganar la guerra. Al ritmo de sus avances militares durante este año 2025 -subraya-, el ejército ruso necesitaría cinco años más para conquistar la totalidad del Donbass y eso, a costa de sumar millones de bajas.

Pero para que alguien en Rusia decida que ha llegado el momento de terminar la guerra -e imponerle esta decisión a Putin-, Ucrania ha de poder seguir resistiendo. Y para ello, el compromiso y la determinación de Europa es fundamental. Los europeos aseguran tener muy claro que la defensa de la UE pasa por Ucrania, que ese es el frente que hay que defender a toda costa si se quieren cortar de raíz los sueños imperialistas rusos sobre el continente. Haga lo que haga Estados Unidos. En las próximas semanas tendrán que demostrarlo de verdad.

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