Decía un hombre muy sabio: “Este nuevo invento producirá el olvido en la mente de quienes lo utilicen, porque dejarán de ejercitar la memoria y se fiarán de signos externos”.
¿Les suena? Podría parecer una crítica a Internet, al móvil o a ChatGPT. Pero no: lo dijo Sócrates (469–399 a.C.), uno de los filósofos más grandes de la historia… y la primera persona documentada en quejarse de las nuevas tecnologías.
¿Y saben cuál era el demonio tecnológico que escandalizaba a Sócrates?… ¡La escritura! Sí, el simple hecho de escribir. Según él, este invento haría que lo olvidáramos todo porque, si quedaba escrito, ya no hacía falta memorizar nada más.
De hecho, Sócrates fue coherente y no escribió ningún libro. Lo que sabemos de su pensamiento nos llega a través de sus discípulos, sobre todo Platón, que lo convierte en protagonista de muchos de sus diálogos. (Por suerte, Platón sí escribía).
El artista francés Jacques-Louis David recreó la muerte de Sócrates en esta pintura.
Los romanos tampoco lo veían claro
La desconfianza hacia la escritura no terminó con Sócrates. En el siglo I a.C., el orador y pensador romano Cicerón destacaba la importancia de entrenar la memoria y evitar la escritura siempre que fuera posible: “La memoria, si no la ejercitamos, se desvanece. No hay nada tan débil como la memoria humana; por eso escribimos”.
Se cuenta que Cicerón tenía una memoria tan lamentable que, si no lo anotaba, no recordaba ni dónde había dejado las sandalias.
Estatua de Cicerón en el Palacio de Justicia de Roma.
El “Google de la Edad Media”
Unos siglos después, San Isidoro de Sevilla (560–636) dedicó su vida a compilar en los veinte volúmenes de sus Etimologías todo el saber conocido de la época.
Durante siglos, si alguien quería saber “qué era qué”, no podía “googlearlo”, porque Google no existía: tenía que “isidorearlo”. Tanto es así que, en 2001, el Vaticano llegó a plantearse proclamarlo patrón de Internet, por esa obsesión suya de ordenar toda la información.
La multiplicidad de libros solo trae confusión y más confusión
Pero incluso este “Google medieval” advertía del peligro del exceso de información: “La multiplicidad de libros solo trae confusión y más confusión”. “La multiplicidad de libros solo trae confusión y más confusión”.
Y llega la imprenta
Cuando Gutenberg inventó la imprenta en el siglo XV, desencadenó otra ola de pánico. Los copistas y monasterios, que hasta entonces tenían el monopolio de los libros, vieron la imprenta como una amenaza directa a su oficio. Algunos describían el libro impreso como una “mercancía vulgar” frente a la belleza de los manuscritos decorados a mano.
La Iglesia católica, alarmada por la rapidez con que la imprenta podía difundir ideas “heréticas”, creó en 1559 el Índice de libros prohibidos para controlar qué se podía leer y qué era pecado leer. Curiosamente, entre los libros prohibidos estaba La Sagrada Biblia.
El exceso de libros generará una sobrecarga de información, perjudicial para la mente del pueblo
Solo se permitía en latín, y las traducciones a las lenguas del pueblo eran vistas como una amenaza. William Tyndale, en el siglo XVI, se atrevió a traducirla al inglés y lo pagó con su vida: fue quemado en 1536.
El naturalista suizo Conrad Gessner (1516–1565), que también dedicó su vida a recopilar y clasificar conocimientos, aseguraba: “El exceso de libros generará una sobrecarga de información, perjudicial para la mente del pueblo”.
Como se ve, la revolución del exceso de libros asustó a tanta gente como hoy nos asusta el exceso de pantallas.
Las revistas: “contagio de podredumbre cerebral”
En 1899, un periódico estadounidense publicó este titular escalofriante: “Contagio de podredumbre cerebral: millones de niños incapaces de aprender nada, de saber nada bien y de concentrar su mente en nada”.
El culpable eran… las revistas. Ese nuevo medio popular se veía como una amenaza mortal para la concentración infantil. Hoy sabemos que no fue así: las revistas convivieron con los libros, las escuelas y, más tarde, con la televisión. Pero el catastrofismo ya estaba servido.
Mujer acudiendo a un quiosco a comprar su séquito de revistas mensuales.
La radio, enemiga de los deberes escolares
En los años 30, algunos críticos norteamericanos denunciaban que la radio perjudicaba la concentración de los niños. La revista The Musician (1936) afirmaba: “Los niños están desarrollando el hábito de dividir su atención entre los ruidos estridentes que salen del altavoz y los libros de la escuela que tienen delante”.
¿Les suena familiar? Hoy decimos exactamente lo mismo de las notificaciones del móvil.
Televisión: pasividad mental
En los años 50 y 60, la televisión recibió la misma lluvia de reproches. La American Medical Association (1956) alertaba de que demasiada televisión podía generar “pasividad mental”. Y Marshall McLuhan, el famoso teórico de los medios, remataba diciendo: “La TV es un medio frío que convierte a los espectadores en criaturas distraídas”.
Videojuegos: corrupción y violencia
En los 90, los videojuegos se convirtieron en el nuevo demonio. El senador estadounidense Joseph Lieberman afirmaba en 1993: “Los videojuegos violentos están corrompiendo la mente de nuestros hijos”.
El debate sobre si los videojuegos nos hacen más violentos o, al contrario, más creativos, aún continúa.
Internet, móviles y TikTok: más pérdida de concentración
Con la llegada de las redes sociales, el miedo se convirtió en pánico.
En 2010, el periodista Nicholas Carr publicó el libro The Shallows (Superficiales). Según Carr, antes leer libros era como bucear en aguas profundas, con inmersión y concentración. Ahora, con las redes, nos movemos en la superficie, saltando de un enlace a otro, de un vídeo a otro, sin profundizar en nada.
Internet está reconfigurando nuestros cerebros, haciéndonos menos capaces de concentrarnos y reflexionar
“Internet está reconfigurando nuestros cerebros, haciéndonos menos capaces de concentrarnos y reflexionar”. La realidad es más compleja: no hay un límite fijo de atención. Podemos pasar horas concentrados en una película o en una novela. Y también podemos cambiar de pantalla cada pocos segundos cuando navegamos por las redes sociales.
No hemos perdido la capacidad de atención. La hemos fragmentado.
Dicen los expertos que “Internet está reconfigurando nuestros cerebros, haciéndonos menos capaces de concentrarnos y reflexionar”, pero ¿no ha sido así toda la historia?
La inteligencia artificial, la nueva bestia negra
Saltando por alto todas las diatribas que recibieron el rock’n’roll, los Beatles y la música “moderna” en general, la nueva bestia negra de la tecnología es ahora la inteligencia artificial. Y aquí el catastrofismo no viene solo de columnistas asustadizos, sino de grandes figuras.
Stephen Hawking advertía: “El desarrollo de una inteligencia artificial completa podría significar el fin de la raza humana. Sería el mayor acontecimiento de nuestra historia y, al mismo tiempo, quizá también el último. Una máquina lo bastante inteligente sería capaz de mejorarse a sí misma, superar con mucho a los humanos y, por qué no, prescindir de nosotros”.
El físico Stephen Hawking.
Lo que estamos haciendo con la inteligencia artificial es invocar al demonio
Bill Gates añadía: “Dentro de unas décadas, la inteligencia de las máquinas será demasiado grande para poder controlarla y la situación empezará a ser preocupante. Y no entiendo cómo hay gente a la que no le preocupa”.
Y Elon Musk remataba: “Lo que estamos haciendo con la inteligencia artificial es invocar al demonio”.
Pero ¿por qué? ¿Quién dice que, cuando las máquinas sean superinteligentes, nos verán horribles y querrán aniquilarnos? Eso es solo una de muchas posibilidades. Que sea la más cinematográfica no significa que sea, ni de lejos, la más probable.
Quizás las máquinas piensen: “¡Qué simpáticos estos humanos que nos han creado!” Y decidan echarnos una mano resolviendo el cambio climático, el hambre mundial, la falta de agua y energía, la educación global y todos los demás problemas del planeta.
Cabe recordar que Elon Musk, después de soltar aquella frase de que con la inteligencia artificial estábamos invocando al demonio, aprovechó la ocasión para invertir unos cuantos miles de millones en empresas de IA, con el fin de que sus programas fueran cada vez más diabólicamente inteligentes.
Quizás lo que quiere Musk es controlar al demonio desde dentro… o acabar haciéndose socio suyo, llegado el caso.





