La discusión empezó por una botella. Hacía años que la bodega familiar vendía miles de litros de vino, pero ni una gota se embotellaba, todo se distribuía a granel. Hasta ese preciso instante. Era 1995, en Batea, el pueblo con más tradición cultivando viñas y elaborando vinos en la Terra Alta. Era una mujer de 48 años discutiendo con su padre de 76. Era el día que cambió todo. Y empezó con una bronca en la calle.
“Me tiró las llaves de la bodega y me dijo que nos arruinaría”, recuerda Josefina Piñol, matriarca de Celler Piñol. “Fue un espectáculo desagradable. En los pueblos todo se ve y todo se escucha”. La discusión surgió cuando Joan Piñol Ferrus supo el precio al que su hija pretendía vender una botella de vino: 300 pesetas. En aquel momento las botellas de la Terra Alta se pagaban a una media de 30.
El negocio de Vinos Piñol era próspero. Joan y su mujer Teresina, padres de Josefina, trabajaron muy duro para levantar la bodega. Antes de la Guerra Civil, Joan, conocido en el pueblo como Juanito de Garbanto, estudió en Barcelona, y hasta fue monaguillo del rey Alfonso XIII en el Palau de Pedralbes, antes de la proclamación de la Segunda República. A pesar de sus orígenes humildes, se licenció en magisterio y dio clases en una escuela antes de la guerra. Los republicanos lo llamaron a filas. Cuando volvió a Batea, derrotado y sin posibilidad de hacer de maestro, se fijó en los viñedos de su suegro, Josep Arrufí, padre de Teresina.
Joan era bueno en los números. Así, transformó las uvas que cultivaba su suegro en una bodega de vino, y le fue más que bien: a lo largo de 30 años llegó a tener tres camiones que desde Batea transportaban vino a muchos puntos de Catalunya y España.
En 1989 muere su esposa Teresina. Triste y abatido, Joan decide retirarse. Y así se lo plantea a su hija. Josefina había dejado la Terra Alta con poco más de 20 años. Ella, su esposo, su hija y su hijo residían en Castelldefels, y los niños estaban a punto de empezar la universidad. A Batea iban a veranear y poco más. Pero ella le promete a su padre que seguirá en el negocio. Joan aún no sospecha la revolución que va a montar su hija.
En ese momento, las mujeres estaban más en casa, más al margen, en el mundo del vino había muchos más hombres
Josefina volvió a Batea con cuarenta y tantos años. “En ese momento, las mujeres estaban más en casa, más al margen. En el mundo del vino había muchos más hombres”. La Terra Alta, a principios de los 90, era tierra de cooperativas, de vino a granel, de bodegas sin apenas enólogos, ni equipos de frío, como pasaba en muchas otras zonas. “Yo trabajé más horas que un ventilador. Hacía el trabajo de casa, sí, pero rápido, porque a mí lo que me gustaba era la empresa: comprar y vender”.
Durante los primeros años liderando la bodega, Josefina fue introduciendo cambios. En primer lugar, con la calidad de la uva. “El precio del quilo era muy barato, porque se recogía toda a la vez. Les propuse a los agricultores pagarles un precio justo, pero tenían que darnos la mayor calidad para poder embotellar el vino”. Su carácter es de leyenda. La segunda transformación fue pasar de agricultura intensiva a ecológica. “Yo iba viñedo a viñedo a controlar qué productos tiraban a las vides. Me decían: ‘!qué mujer más sargento!’, pero tenía que hacerlo porque era lo mejor para el negocio”.
Josefina Piñol.
Los primeros años fueron un desastre total. Josefina le llegó a dar la razón a su padre. “Pensé que tal vez nos habíamos equivocado, que había sido una locura, un atrevimiento”. Se apretaron el cinturón, tiraron de ahorros y siguieron adelante. “Me tiré a la piscina sin pensar en hacer un estudio económico”. Ahora vaya si lo haría.
Aquellos años están llenos de anécdotas. En una de las ferias más importantes, Alimentaria en Barcelona, Josefina decidió traer bocadillos de casa sabiendo que los extranjeros comían antes y poder dar a catar sus vinos cuando las demás bodegas cerraban para comer. Allí conoció a Jordi Pujol, que al ver que era la única abierta a esa hora le vaticinó éxitos en el futuro. “Usted venderá helados en el Polo Norte”, le dijo el entonces president de la Generalitat.
Y así fue. A pesar de lo que pensara su padre y de lo que tal vez creyeran la mayoría de vecinos. De las razonables dudas que debió de levantar entre algunos campesinos, bodegueros y clientes fieles a un modelo que ella vio tocado de muerte antes que muchos.
El 20 de abril de 2023, la DO Terra Alta le otorgó el premio ‘Dona i vi’. Lo recibió con mucha ilusión, orgullo y satisfacción. “Es un reconocimiento muy especial, porque como mujer aún te llena más”, opina Josefina Piñol. En su discurso dejó claro que “para ser mujer no me tienen que dar ninguna preferencia, me la tengo que ganar. Creo que el hombre y la mujer son iguales a la hora de pensar y de hacer negocios y cada uno se tiene que ganar los reconocimientos siendo una persona válida”.
En la recepción la flanquearon dos hombres. Su hijo, Juanjo Galcera Piñol, que ahora lidera la bodega familiar con una sonrisa. Y su padre, Joan Piñol, que en aquel momento, con 106 años de edad, vio emocionado como su hija hacía realidad todos sus sueños. El mayor espejo está en su nieto Juanjo, que confirma a La Vanguardia que a día de hoy exportan a 24 países del mundo. Él acaba de llegar de Malasia, pero en pocos meses ha estado en Taiwán, Singapur, Estados Unidos, Japón, Canadá, México, Suiza, Bélgica, Dinamarca o el Reino Unido.
Joan murió el 21 de septiembre de 2024, a los 107 años y medio. Su hija le despidió reconociéndole que fue “un campeón en su vida, pionero en dar a conocer el vino de Batea y la Terra Alta por el mundo”. En 30 años, Celler Piñol pasó de tirar las llaves de la bodega en plena calle a abrir las puertas de medio mundo. Con el llavero de Josefina.




