Cuando, en 1961, el presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, visitó oficialmente el Reino Unido con su esposa, Jacqueline, un diario de Londres la llamó “la reina de América” e incluso el Evening Standard escribió con entusiasmo que ella había dado a los norteamericanos lo que siempre les había fallado: majestad. Sesenta y cuatro años después otro presidente, Donald Trump, lo ha hecho acompañado por su esposa, Melania, pero nadie le ha alabado como el último monarca.
Aun así, el primer ministro, Keir Starmer, se ha esforzado en adularlo, con la complicidad de la familia real británica, que le ha abierto las puertas del castillo de Windsor, adonde entró en un carruaje no menos real para asistir a unos fastos militares, con música y desfiles, sabedores de lo que a Trump le gusta esta parafernalia. Y aun así, ni las lisonjas ni las ceremonias han permitido mejorar los aranceles al acero o a los automóviles como esperaban. Es posible que por un momento Trump se sintiera la Cenicienta, pero se comportó como la madrastra.
Donald y Melania Trump entraron en el palacio de Windsor en un carruaje real
La única diferencia entre una y otra visita oficial es que la gente salió entonces masivamente a las calles para aplaudir a los Kennedy y esta vez han vuelto a hacerlo para manifestarse en contra de Trump. The Guardian fue el diario que más atacó al visitante, al que calificó del presidente estadounidense que más ha hecho para avivar las llamas de la polarización y de la extrema derecha en el mundo en los últimos años.
El escritor británico Gilbert Keith Chesterton escribió que “la función de la lisonja es lisonjear a las personas por las cualidades que no poseen”. Eso es lo que Carlos III y Starmer hicieron, aun sabiendo que “el que gusta de ser adulado es digno del adulador” (Shakespeare). No entendieron que Trump solo aprecia a quien teme, no a quien le adula, a quien en el fondo menosprecia. Solo hace falta recordar lo obsequioso que estuvo con Vladímir Putin en Alaska, y llegó incluso a decir –por error– que le daba la bienvenida a territorio ruso.
En Windsor, a Trump le recibió un sirimiri que mojó la tupida hierba palaciega, en ningún caso fue el resultado del babeo indisimulado e improductivo de las autoridades.
