Los mundos que mueren ante nuestros ojos

La Mirada del Lector

El pueblo de Lidón permanece vacío, y esa vacuidad hace que parezca suspendido en el tiempo, como si en él nada hubiera ocurrido ni nada pudiera ocurrir, pero, en la iglesia, todavía se celebra misa cada domingo

Vista de Lidón en invierno.

Vista de Lidón en invierno.

19Tarrestnom65 / Wikipedia /

* La autora forma parte de la comunidad de lectores de Guyana Guardian

Lidón es un pueblo de cincuenta y seis habitantes. Por lo menos, censados. En invierno son muchos menos los que residen, diez, quince personas a lo sumo. La mayoría de los que aparecen como censados residen en Teruel, pero mantienen su censo allí por costumbre o por lealtad.

Lidón es el último de una fila de pueblos. Se encuentra en la carretera hacia Alfambra, más allá de Perales y de Visiedo. Su paisaje es seco, consiste en campos de trigo y cebada. Al divisarlo desde lejos, el edificio que más destaca es la iglesia, que a pesar del tamaño pequeño del pueblo es amplia y alta, y se alza sobre las casas y sobre los campos. 

Hace algunos fines de semana acudí a Lidón para visitar a mis abuelos. En un domingo de otoño, Lidón parece un pueblo fantasma. Al pasear por las calles apenas se pueden encontrar una o dos personas. 

El pueblo permanece vacío, y esa vacuidad hace que parezca suspendido en el tiempo, como si en él nada hubiera ocurrido ni nada pudiera ocurrir. Sin embargo, en la iglesia del pueblo todavía se celebra misa cada domingo.

Aquel domingo de inicios de noviembre aguardábamos en la puerta de la iglesia cinco personas. Entre ellos, la señora Pablita, la más anciana del pueblo, su hija, que la acompañaba, mis abuelos y yo, que los acompañaba a ellos. Todos llevábamos ropa de invierno y estábamos ligeramente encogidos por el frío.

Pablita es la única anciana que reside todavía durante todo el año en el pueblo, y por eso es también la persona de administrar el oficio de las misas. Por eso, mientras esperábamos en la puerta a que llegara el cura, se dirigió a mis abuelos y les preguntó: “¿Vosotros marcharéis a Teruel pronto?”. Mis abuelos afirmaron que lo harían a finales de noviembre, y Pablita concluyó: “Entonces, le diré al cura que a finales de noviembre deje de venir, porque no va a hacer misa para una persona”.

Pienso en ese momento y sé que siempre recordaré sus rostros, todos ellos arrugados y enflaquecidos por el tiempo. Al ver esa imagen, la de tres ancianos, una hija y una nieta que aguardan a la puerta de la iglesia de un pueblo vacío, uno podría pensar que el detalle relevante, el que señalaba la diferencia generacional, era ese: los rostros, los suyos delgados y arrugados, frente al mío todavía terso y liso. Pero lo importante eran las miradas.

Pablita y mis abuelos compartían una mirada profunda, afilada y perspicaz, la mirada de quien sabe que hay muchas cosas que podría decir, pero prefiere callarlas, porque sabe que en tantas ocasiones el silencio vale más que las palabras, y que lo que merece la pena ser aprendido no puede en realidad ser explicado. 

Juego a la tercera persona y me veo de pie junto a ellos. Mi mirada es mucho más llana e inocente, quizá más abierta. Es la mirada de alguien que cree tener mucho que decir, y en realidad pocas de las cosas que puede decir tienen valor, porque apenas le ha dado tiempo a vivir nada.

El cura llegó en un coche gris, saludó y entró apresurado a la iglesia. Venía de dar misa en otro pueblo y debía dar la de Lidón rápido para poder llegar a tiempo al siguiente. Como en cada pueblo hay cada vez menos gente, es un solo cura el que tiene que encargarse de dar misa a todos.

Como en cada pueblo hay cada vez menos gente, es un solo cura el que tiene que encargarse de dar misa a todos

Aunque la iglesia de Lidón tiene tres naves, celebramos la misa en la eucaristía, una sala mucho más pequeña. En una iglesia más frecuentada sería el lugar donde el cura guarda las vestimentas y los instrumentos necesarios para oficiar la misa, pero la de Lidón está ya preparada para ocasiones como esa, en la que el domingo son sólo cinco personas las que acuden. 

Hay preparados un pequeño altar con la cruz, el cáliz y la foto del papa, y cuatro filas de sillas para que el pequeño comité pueda sentarse. Todos nos sentamos. A pesar de que somos sólo cinco personas, se mantiene la estructura de la misa. 

Mi abuela me pasa una hoja con cánticos, y yo canto las canciones cada vez que ella me lo marca. La estructura de las misas la tengo grabada en mi mente desde que soy una niña, pues cada parte de la misa era un indicador que señalaba lo mucho o lo poco que faltaba para poder salir a la calle. Todavía hoy, a mis veintiún años, siento una ilusión infantil cuando escucho: “Podéis daros fraternalmente la paz”, porque de niña significaba que quedaba poco para que acabara la misa.

Estaba en aquella ceremonia casi privada, hecha para cinco personas, con las dos últimas ancianas del pueblo entonando cánticos que yo intentaba seguir con voz torpe, y aquel cura que con precisión de reloj repetía todas aquellas fórmulas que yo tengo grabadas en la memoria como si fueran nanas de infancia: “Yo confieso que he pecado de pensamiento, palabra, obra y omisión”, “Tomad y bebed todos de él, porque éste es el cáliz de mi sangre (…)”, y el pensamiento que percutía en mi cabeza como baquetazos de un tambor era que los mundos que habitamos mueren ante nuestros ojos sin que haya nada que podamos hacer para impedirlo.

Me imaginé de pronto dentro de muchos años, de décadas, con sesenta años, por ejemplo. En ese momento lejano, aquella imagen, cinco personas reunidas en aquella sacristía diminuta para oír aquella ceremonia de fórmulas repetidas, sería un mundo absolutamente muerto y lejano. 

Habrían pasado años desde la última vez que una ceremonia habría sido oficiada entre aquellos muros, y aquellas fórmulas que escuché en mi juventud serían un eco absolutamente lejano y casi inexistente, vivo tan solo porque mi memoria lo invoca, porque fui el último testigo de un mundo agonizante y era consciente de ello.

Si tengo descendientes, dentro de muchos años, cuando hayan pasado décadas desde que el último anciano de Lidón falleciera y el pueblo, por tanto, permaneciera vacío, yo podría llevarlos a Lidón, y explicarles que mis abuelos cultivaban trigo y cebada y que yo todavía fui testigo de ello, una testigo muy tardía, que los vio cuando ya eran ancianos, los últimos veranos en que todavía se podía ver al abuelo subido al tractor, regresando al pueblo con el remolque cargado de grano, y hablaría a mis descendientes de esas figuras que para ellos serían absolutamente remotas, e intentaría describirles sus rostros arrugados en una mañana de principios de noviembre, y las miradas tan profundas, afiladas y perspicaces que tenían, y tendría que hablarles también de aquella iglesia vacía y de la pequeña sacristía en la que un cura daba la misa a los últimos ancianos de aquel pueblo y a los descendientes más jóvenes que los acompañaban, y tendría que repetir aquellas fórmulas que en la niñez odié y que en mi vejez serán un recuerdo tierno y valioso de infancia: “Tomad y bebed, todos de él…”.

Los jóvenes tenemos fama de ser inconscientes y egocéntricos, y la merecemos. Nos consideramos herederos y, por tanto, dueños legítimos del mundo en que vivimos, hasta tal punto que olvidamos a las generaciones que entregan esa herencia y al hacerlo se despegan del mundo que un día construyeron y que ahora, se dan cuenta, ya no les pertenece.

Los jóvenes criticamos, cuestionamos y descomponemos el mundo que hemos heredado para construir uno nuevo a imagen y semejanza de nuestras ideas y valores, y en ese proceso perdemos la capacidad de ver los mundos que mueren ante nuestros ojos, y de los que sin embargo un día seremos los últimos testigos, y a los que nos aferraremos porque serán los últimos vestigios más primarios y reales de nuestra identidad.

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