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“Ahora, yo decidía sobre su comida, sus paseos, su casa… Sentía que yo era la madre y ella, la hija”: cómo aprender a gestionar la vejez de los padres y el cambio de rol familiar

Longevity

Cuando los padres envejecen, es frecuente transitar por fases similares a las de un duelo, y se remueven emociones y pensamientos que los  hijos suelen obviar para no enfrentarse al dolor

“Cuando esas personas que antes te ayudaban a comer o te llevaban al cole van perdiendo autonomía, sabes que no van a mejorar, y el viaje es hacia dentro”, explica la psicóloga Elvira Abad

Reconocer que los padres envejecen es como transitar un duelo .

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A veces, lo vemos claro, pero otras confundimos las señales, las vemos tarde o, incluso, no las llegamos a percibir. Pero, nos guste o no, hay un momento en los que los hijos adultos tienen que asumir que los padres van envejeciendo y es que, por muy activos que se mantengan, es ley de vida que el cuerpo siga su curso natural. En este proceso, es inevitable que los hijos tengan sentimientos encontrados y se enfrenten a emociones muy intensas respecto a quienes han sido sus referentes durante décadas.

Lo cierto es que hoy se vive mucho más que antes. Para 2035, se prevé que la esperanza de vida alcance los 82,5 años en los hombres y los 87,4 en las mujeres y, según el Instituto Nacional de Estadística, en 2050 los mayores de 65 años pasarán de ser de cerca del 20% de la población al 30% (siendo Cataluña y la Comunidad de Madrid las comunidades donde se registrará un mayor crecimiento). Pero la tasa de dependencia demográfica en España también va en aumento y podría alcanzar un 53,7% dentro de 25 años, según Eurostat.

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Por eso, quizás, cuando los padres se hacen mayores, los hijos adultos tienden a poner el foco en la parte práctica e inmediata de su salud física y mental, así como en sus nuevas necesidades y rutinas. Sin embargo, pocas veces hablamos de las emociones que van aflorando en estos nuevos hitos de la vida y dejamos pasar frases como “se le nota la edad” o “se hace mayor” como si no nos afectaran. Y aunque sabemos de sobra que es ley de vida, no por ello deja de dejar huella.

Como dice Javier Yanguas, gerontólogo y doctor en Psicología, eso atiende a muchas razones, y destaca algunas de ellas en su libro Cuando los volcanes envejecen (Plataforma Editorial). “Silenciamos el cuidado porque nos confronta con nuestra condición humana y no tiene pizca de épica, y también porque vivimos bajo la dictadura de la felicidad, que niega nuestra auténtica realidad”, sostiene. “Huimos de la negatividad, y todo lo que huele a dolor o sufrimiento son interferencias a evitar”.

Las señales evidentes y las invisibles

¿Pero cuándo salta la voz de alarma de que nuestros padres envejecen? No ocurre bruscamente de un día para otro, es paulatino, y a veces ni siquiera está sincronizado con señales físicas o cognitivas. “Si hablamos de un envejecimiento patológico, ya nos habremos encontrado con alguna manifestación de la enfermedad que empiece a limitar la actividad diaria, pero si se trata de envejecimiento natural o de evolución, el momento clave a tener en cuenta es la autonomía (o la falta de ella)”, distingue la psicóloga Elvira Abad, miembro del Grupo de Trabajo Psicología del Envejecimiento del Colegio Oficial de Psicología de Cataluña (COPC).

En ese sentido, la experta sostiene que, en un envejecimiento natural, las primeras señales que nos indican que los años empiezan a hacer mella son fallos en la autogestión cotidiana, como no querer salir, hacer la compra, ordenar, limpiar la casa o ducharse. Otras pistas pueden ser cuando a los padres ya no les apetece estar en contacto con las personas con quienes se relacionaban, se sienten inseguros, se obsesionan con algo, están olvidadizos o dicen algo fuera de contexto.

Silenciamos el cuidado porque nos confronta con nuestra condición humana, huimos de la negatividad, y todo lo que huele a dolor o sufrimiento son interferencias a evitar

Javier YanguasGerontólogo y doctor en Psicología

Sin embargo, a veces, las señales no son tan fáciles de detectar, y es que muchos séniors siguen siendo muy activos y desean seguir viviendo en sus casas, además de experimentar cosas que no han hecho nunca. Pese a eso, “envejecer, vamos a envejecer todos y es una realidad que hay que asumir, porque después de nuestros padres, vamos nosotros”, sostiene Abad.

Victoria (57 años), por ejemplo, cuidó de su madre Evangelina hasta el final de sus días (84), pero reconoce que tardó mucho en detectar las señales. “Antes de su artritis reumatoide, se jactaba de gozar de buena salud y desbordaba energía, se levantaba pronto, corría unos kilómetros, se iba a trabajar, organizaba a la familia y la casa, y jamás pedía ayuda; dodo parecía fácil, pero eso fue justamente lo que hizo tan difícil asumir que los años pasaban también para ella. Nunca se me ocurrió pensar que envejecía”.

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Pero cuando la salud de Evangelina empeoró, Victoria se trasladó a vivir con ella, y ahí estuvo durante sus últimos diez años. Sin embargo, pensaba que sería algo transitorio y que su madre mejoraría. “Al principio, no reparé en nada diferente, solo veía a la mujer de siempre, con una férula nueva”, confiesa. Rápidamente, le tocó asumir que eso no iba a ocurrir, sobre todo cuando empezó a depender de una silla de ruedas y ambas tuvieron que darse un baño de realidad: Evangelina tuvo que reconocer que su movilidad se limitaba y debía dejarse ayudar, mientras que Victoria se vio obligada a asimilar que su madre dependía de ella. “Seguíamos conversando mucho, pero las dinámicas cambiaron. Ahora, yo decidía todo lo que tenía que ver con ella, su comida, sus paseos, su casa, su cuenta bancaria; no tengo hijos, pero creo que esos años fueron lo más cercano a tenerlos, porque sentía que yo era la madre y ella, la hija”.

Este cambio de papeles es muy habitual e impacta emocionalmente tanto en padres como en hijos. Pero Elvira Abad desvela una gran diferencia entre la época de crianza y el cuidado de los padres. “Los padres acompañan a sus niños hacia la superación, la evolución y el florecimiento, es un viaje hacia fuera, hacia el mundo; en cambio, cuando esas personas que antes te ayudaban a comer o te llevaban al cole van perdiendo autonomía, sabes que no van a mejorar, que van hacia atrás, y que el viaje es hacia dentro”.

Darse cuenta de que los padres envejecen no es fácil. 

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La tristeza lidera la lista

En esos momentos, la tristeza lo abarca todo, según reconoce la psicóloga del COPC. A veces, se manifiesta abiertamente y se expresa sin pudor, y otras, se oculta detrás de otras emociones, que afloran cada vez que un hijo ve que sus padres dejan de hacer las cosas que hacían antes. En estos momentos, la frustración, la rabia y el miedo son las más habituales.

“Reconocer que mi madre envejecía cambió mi forma de verla a ella y a la vida, en general; me costó mucho, no solo porque he tenido que ajustar mis rutinas y horarios para compatibilizarlos con los de mi trabajo y mi familia, sino porque me daba mucha pena ver cómo una mujer que fue siempre mi modelo a seguir, tan fuerte y tan adelantada a sus tiempos, se apagaba día a día. Me daban ganas de llorar”, cuenta Carmen, de 61 años, que perdió a su madre Paquita hace tres meses, a los 85.

No tengo hijos, pero creo que esos años fueron lo más cercano a tenerlos, porque sentía que yo era la madre y ella, la hija

Victoria

Hay vías para intentar darle un giro a esta sensación triste y nostálgica, según la experta. “Cuando los padres se hacen mayores, en lugar de perder la paciencia o sumirnos en la tristeza más profunda, podemos tratar de pensar y valorar que, aunque no se den cuenta, nos siguen enseñando a vivir y a afrontar los retos vitales”. Lo confiesa Carmen, que reconoce que ver envejecer a su madre la llevó a reflexionar que “no hay que dar por hecho que los padres serán los mismos toda su vida, sino que hay que disfrutarlos todo lo que se pueda”.

Además, la especialista en envejecimiento desvela que también afloran emociones muy similares a las que se viven con un duelo, ya que debemos gestionar varias micropérdidas vinculadas a cómo eran antes y lo que nos recuerdan. Por eso, la ira, el miedo, la negación, la ansiedad, la depresión y la aceptación son tan habituales en estos casos.

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No quería darme cuenta de que debíamos cambiar de roles y no podíamos hacer las cosas al mismo ritmo de antes

Gustavo

Las primeras fases son el shock y la negación, y es lo que le sucedió a Gustavo (60 años). “Te buscas muchas excusas, como que están cansados porque no paran en todo el día o que sus olvidos les pasa a cualquiera”, explica. De sus padres esperaba que fueran autónomos y siguieran estando en la primera línea familia. “No quería darme cuenta de que debíamos cambiar de roles y no podíamos hacer las cosas al mismo ritmo de antes: ya no podía salir a correr con mi padre ni organizar planes con mi madre, y cuando hablábamos, se mostraban más conservadores, inseguros y repetían las cosas, solo querían recordar nuestra infancia. Esas fueron las señales de que se hacían mayores, y admito que me angustió durante mucho tiempo”.

Esa rabia se desencadena por muchas razones, sobre todo, por la sensación de que se necesita a los padres y, pese a estar vivos, no se tienen del mismo modo. “Ese sentimiento es muy doloroso porque no sabemos lo que nos está pasando y nos sentimos culpables, entonces nos enfadamos con todo”, explica Abad. Victoria describe bien esta emoción: “Sentía una mezcla de rabia con mi madre, por su constante negación, y conmigo misma por no haber caído antes en la cuenta, pero también por la situación; me dolía haberme convertido en su bastón y tapaba ese dolor con mucho enfado, estaba muy irascible y todo me sentaba mal”.

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El miedo que paraliza

Y ver a los padres envejecer también da miedo: a la enfermedad, a la pérdida, a la muerte y a asumir una responsabilidad para la que no se está preparado. Además, surge un temor a enfrentarnos a nuestro propio envejecimiento. “El miedo a la muerte de los padres, independientemente de cómo se lleven los hijos con ellos, produce una sensación de orfandad real y de proximidad a la propia muerte”.

Ese sentimiento de orfandad, además, se convierte rápidamente en un vacío enorme que da paso al temor a la soledad. La experta asegura que esa sensación crece cuando no se es capaz de compartirlo y cuando no se ha trabajado la autonomía emocional antes. Por eso, insiste en que, poco a poco, cuando los padres van envejeciendo, es importante ir adquiriendo una autogestión emocional para transitarlo. “Al final, no se trata de determinar qué emociones tenemos, sino cómo estamos construyendo el viaje hacia ese lugar, poniendo claridad en lo que está pasando y, sobre todo, cómo lo estamos expresando; es importante hablar y contar con apoyo”, concreta.

El miedo a la muerte de los padres produce una sensación de orfandad real y de proximidad a la propia muerte

Elvira AbadMiembro del Grupo de Trabajo Psicología del Envejecimiento del COPC

Y, a todo esto, todavía hay que añadirle la carga emocional. “La tuya propia y la de la persona que tienes al lado, porque no está ágil, se olvida las cosas y los planes y los ritmos se alteran”, sostiene Abad. Algo que, además, se magnifica si hay problemas económicos u otros conflictos familiares. Aún así, aunque los padres mayores estén transitando por esos cambios, la psicóloga también recuerda que “hay que tener siempre presente que ellos nos han dado la vida, y aunque ya parezca que ya no son los mismos, siguen siendo el pilar de nuestra existencia. Ellos son primero, no hay que perder el norte de esto”, recalca.

Vivir este momento de la mejor manera

En psicología, la gestión de todas estas emociones se conoce como madurez emocional, que es la que conviene trabajar antes de notar las primeras señales de que los padres empiezan a envejecer. “De no hacerlo, puede haber manifestaciones de insomnio, ansiedad, depresión y, corporalmente, enfermedades somatizadas en la piel o el sistema digestivo, por ejemplo; luego, angustia y descenso de la autoestima, y si añadimos que en las mujeres se añaden cambios hormonales, el impacto se amplifica”.

Para ello, la experta hace especial hincapié en la aceptación del proceso, con paciencia, amabilidad y compasión. “Esa nueva dependencia de los padres afecta a tu propia independencia, por eso sentimos de manera tan fuerte todas esas emociones”, explica. Y hace hincapié en que hay que entender qué necesitan los padres. “Necesitas tiempo, escucha activa y empatía, hay que evitar infantilizarlos ni hacerlos sentir que no pueden valerse”, agrega. Sin embargo, adaptarse no significa decir sí a todo, sino buscar el equilibrio entre poner ciertos límites sin dejar de ser cariñoso, algo esencial para que ambas partes conserven su salud mental.

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En ese sentido, los hijos únicos tendrán que asumir este momento solos, aunque si hay hermanos es posible crear dinámicas familiares. “Siempre hay un hijo que libera más”, afirma Elvira Abad. Y concluye: “El hijo que no ha ocupado un lugar de contención emocional, no lo hará ahora, por eso hay que ponerse de acuerdo y volver a plantear las rutinas de toda la familia. Y empezar de cero”.

Tampoco conviene perder de vista la comunicación. Como director científico del programa de Personas Mayores de la Fundación La Caixa, Yanguas sostiene que la evidencia científica dice que cada vez existe mayor distancia entre generaciones porque hay menos convivencia, y parafrasea al sociólogo Zygmunt Bauman, que pone como ejemplo el café instantáneo: “Le echas agua caliente, un sobre, azúcar, lo remueves y te lo tomas, pero eso es un sucedáneo, el café de verdad es otra cosa; lo mismo ocurre con las relaciones de verdad”.